domingo, 27 de junio de 2010

Ley de Medios según Heinze

Por que se reconosca al periodismo como una profesión de riesgo!!!!

martes, 17 de marzo de 2009

Cecilia Cepeda, condenada a muerte

Por José Pablo Feinmann Cecilia Cepeda no se llama Cecilia Cepeda. Es su nombre artístico. El verdadero, nadie lo sabe. Sospechan –los mal pensados– que ha de ser tano o gallego. Eso dicen: tano o gallego. Que es como decir “grasa”. Porque Cecilia Cepeda no da Cepeda. Cepeda, para ella, es demasiado fino. Y ella, de fina, poco. Lo suyo es la contundencia, la estética de la exageración. Su público, que suma legiones, la ama así. Ella no necesita ser otra cosa para que la amen porque la aman como es. Cecilia Cepeda es la reina de la televisión de Argentia, un país del sur que dice ser la capital cultural de América latina, pero muchos sospechan que no. Si lo fuera, ¿tanto amaría su pueblo a Cecilia Cepeda? Transforman en oro todo lo que en ella es otra cosa. Cualquier otra cosa pero no oro. Si es tosca, dicen que eso, en ella, es desenfado. Si habla mal, es porque se le atragantan las palabras, de tantas que tiene para decirle a su público, al que ama. Si acumula amantes a los que luego tira a la calle es porque no tiene suerte en el amor, la pobre. Si es gorda es porque es auténtica. Si es bizca, le queda bien. Si trata mal a su equipo es para formarlos, porque sólo el rigor educa. Para qué seguir. Ama y es amada. Su público ve en ella la alegría, el triunfo en la vida, el derroche gozoso, el lenguaje del pueblo, la sinceridad, la luz que sólo los poderosos despiden, y el amor. Porque ella ama a todos. Y para ella todos son bellos y hasta más que bellos, divinos les dice. Tiene un corazón enorme, expansivo. Ama tan desmedidamente a sus perritos que, si no fuera por lo tanto que se debe a su público, viviría para ellos. Cierta vez –quién podría olvidarlo– uno de ellos murió y fue como si se decretara duelo nacional: nadie se presentó a trabajar y todos la acompañaron al cementerio y lloraron con ella. Ella, de luto, con anteojos negros, con pañuelo blanco en la nariz, despidió al animalito con tres o cuatro ladridos que impresionaron a todos. Fue como oírlo al pequeño una vez más, ya que el bichito era parte de su programa, bailaba en dos patitas, correteaba entre los bailarines, y hasta un día, de vivaracho que era, le meó un zapato a la diva, que lo mandó a la puta madre que te parió animal de mierda con una gracia que deleitó a todos. Sin embargo, el revoltoso bichito no volvió a aparecer en cámara. Cecilia Cepeda se desplaza en un Mercedes Benz rosa que conduce uno de sus sirvientes más fieles: Miguelito Cantarelli. Ella, que ama a todos, aún más, como si algo así fuera posible, lo ama a él. Con Miguelito han recorrido el mundo, con Miguelito han escuchado la música que ella ama: Pat Boone, Bobby Darin, Frankie Avalon, los cantantes que la marcaron en su infancia o tal vez ya en su adolescencia, con Miguelito han hecho fiestas locas, posmodernas (palabra que Miguelito le enseñó), con esos adorables amigos de Miguelito, tiernos gays que pintan sus cuerpos de dorado, que bailan como demonios o como ángeles, siempre maravillosamente, y que ella recibe con dulzura, con su sonrisa de enormes dientes, baila toda la noche con ellos, se embriaga con ellos, se harta de ellos y al amanecer los echa apelando a sus gritos más roncos y más toscos y a ciertas expresiones inusuales: mariquitas, invertidos, petiteros putos del Petit Café, comilones, marcha atrás y otras definiciones del viejo pasado que –más que ofender a los bailarines gay, que se retiran sin más– revelan la lejanía de ideas que en ella aún permanecen, obstinadamente. Un día, Miguelito la deja en la puerta de su mansión en la banlieue de Baires y ella, olvidadiza, le confiesa: “Hoy pasamos por Piaf y vi un vestido de noche divino, divino. Vos ibas muy rápido, tonto. Y no pude detenerte y comprarlo. Andá vos. Es uno negro, escotado y extra large”. Le da 20.000 dólares. “Con lo que te sobre comprá dos botellas de Chivas. Me compré todas las temporadas de 24. ¿Sabes, Miguelito? Siempre que Jack Bauer tortura a alguien tengo un orgasmo.” Esa noche, Miguelito no vuelve. A la mañana lo encuentran muerto en un lugar poco elegante de Berazategui, zona suburbana de por sí no muy fina. Miguelito tiene la garganta cortada de lado a lado. Y de los 20.000 dólares, nada. Aquí empieza la etapa fundamental en la vida de Cecilia Cepeda. Enloquece acaso. Pero enloquecer por una causa justa, ¿es enloquecer? Piénsenlo. Muerto Miguelito, Cecilia (luego de anunciar en los diarios que ese día dirá en su programa palabras de importancia nacional) las dice: “Lo que falta en este país es el castigo que la Biblia nos enseña. ojo por ojo, diente por diente. Miguelito Cantarelli está muerto. Su asesino, vive. Pero no bastará con atraparlo. Debe morir. Amores míos, divinos de mi corazón, seamos sinceros: ¿no debe morir el que mata? ¿No debe recibir el mismo castigo que él ha propinado? ¡Sí, digamos sí! Vayamos a nuestra Plaza Mayor y en la cara vacilante de este Gobierno cobarde pidamos: ¡Muerte al que mata!”. Y entonces (¡oh, entonces!) Cecilia arriesga su apuesta más temeraria. Lo hace porque es valiente. Porque se atreve a asumir para sí lo que pide para otros. Ella, que nada tiene que ver con el común de la pobre gente, se incluye en ese mundo, se pone a la altura de los miserables mortales, y acepta compartir los riesgos de todos. ¡Sublime, exclaman sus devotos, sublime! Porque Cecilia Cepeda dice: “Oigan bien, mis amores. Escuchen mis palabras directrices. Pueblo entero de mi patria. Aun aquellos pocos que no se ven mi programa, y que ya lo verán. ¡Si yo, Cecilia Cepeda, matara a alguien, porque la vida es compleja y nadie sabe en qué encrucijada del destino puede hallar su perdición, exijo para mí la pena de muerte! Así como exijo al Parlamento su inmediata promulgación. Basta de farsas. El que mata, muere. Si el que mata sabe que morirá, ya no habrá más muertes. ¡Vamos, mis amores, mis divinos, recorran las calles de la República y pregonen este credo de paz, de paz social, de amor por los sanos, por los inocentes!”. Regresa tarde esa noche a su casa. La espera Haroldo Irurzúa, su actual amante. “¿Escuchaste mi sermón?”, pregunta ella, henchida de orgullo. “Me importa una mierda tu sermón. Te dejo. No te aguanto más.” “Eres impredecible, Haroldo.” “Más de lo que vos pensás. Tengo grabadas todas nuestras maratones sexuales, hetaira insaciable. Si tus divinos llegaran a verlas advertirían lo que eres: una pobre mujer dominada por tus compulsiones sexuales, que te llevan a todo. Más que nada a la impudicia.” No es nuevo esto para Cecilia. Le ha pasado con cada amante que tuvo. Siempre recurre al mismo recurso. En general, ha fallado. Tal vez su puntería no sea una de sus virtudes. Pero hoy, furiosa, demente, incapaz de controlar su pulsión de muerte, agarra un sólido cenicero de vidrio compacto, que donde golpea desgarra, donde desgarra lo hace muy adentro, muy profundamente, y si logra hacer esto, mata. Lo tira con una fuerza –digamos– titánica sobre Haroldo Irurzúa. Le acierta en el medio de la frente. Y la cabeza del fogoso amante explota como un misil norteamericano en Irak. Todo el departamento se tiñe de sangre. Cecilia no pierde la calma. ¿O no tiene a su servicio al mejor abogado del país? Lo llama por teléfono. “Cuneo, venite para casa.” Tal vez al surgir el nombre “Cúneo” hayan pensado ustedes en un famoso abogado del imponderable decenio menemista, durante el cual Cecilia Cepeda brilló más que nunca en su vida. Mas no: se trata de otro “Cuneo”. Cuneo Liberatti, acaso amigo o socio del otro, pero no el mismo. Liberatti llega a la casa de Cecilia. Y dice: “Nena, esta vez sí que la embarraste”. “Inútil, sorete petulante, arrugás ante el primer problema verdadero. Sacame de ésta, letrina. Para eso llevo pagándote fortunas durante años.” Cecilia Cepeda va a la cárcel. Ahí la reciben jubilosamente, mas le destinan una celda común. Cerca de ella está el general Videla, a quien Cecilia admira apasionadamente. Sostienen amigables conversaciones. Ella no lo duda: saldrá prestamente de ahí. Dos días después la visita Cúneo Liberatti. “Cecilia, querida, reconoce que cometiste un asesinato.” “¿Y que? En este país no hay pena de muerte. En dos semanas estoy afuera.” “Lo dudo, mi amor. Admiro tu poder sobre el pueblo argentio. Han hecho de tus palabras un dogma. Han marchado a la Plaza Mayor y le han exigido al Gobierno la pena de muerte. El Gobierno la derivó al Congreso y los congresales, temerosos de ser masacrados por tus furiosos fans, han declarado la pena de muerte.” Cecilia Cepeda –que estaba de pie– se cae de culo sobre la mísera butaca de su celda, a la que casi quiebra. “¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo, rata de expedientes que apestan a corrupción?” “No, Cecilia. Es un espectáculo conmovedor. Te son fieles por completo, hasta el final.” “¡Carajo, mi final!” “Tú lo dijiste. ‘Cecilia lo dijo’, claman. Son multitudes, cariño. ‘¡Si yo, Cecilia Cepeda, matara a alguien, exigiría para mí la prueba de muerte’. ¿Dijiste o no dijiste eso, amor?” “¡Me cago, sí!” “Pues bien, ellos exclaman: ‘Lo ha hecho. Ofrece su vida por la más noble de las causas. Ha matado para demostrar su verdad: el que mata tiene que morir. ¡Que muera, Cecilia Cepeda! Muerta la vamos a amar más que nunca. Porque su integridad, su valor, su fidelidad a sí misma, nos deslumbran. ¡Qué ejemplo para este país de corruptos!” Cecilia volvió a enloquecer: “¡Hijos de puta! ¡Brutos! Basura, siempre supe que eran basura. ¿Cómo no iban a ser basura si me seguían a mí?”. Su abogado dijo: “Y hasta la muerte, querida”. La guillotinaron. Al saber que su perfume predilecto era Ma Griffes N5 dijeron: “Sin duda, se impone la guillotina”. Embalsamaron su cabeza y la pusieron en la entrada del canal de sus éxitos. Pasó a ser uno de los símbolos más puros de este país que no los derrocha. Una mujer que murió por sus convicciones. Nada menos. Dios salve a Cecilia Cepeda. Dios salve a nuestro país capaz de dar al mundo personajes de tan elevada estatura moral

sábado, 12 de abril de 2008

Noche de tortas, y de tres, y de gatos.

Qué ( o quien, o quienes) hace que me decida a volver a escribir esta noche? No estoy seguro del todo. Al fin de cuentas, no fue ninguna noche rara. Pasó mi ex por mi trabajo, escabiada, como cada vez que la veo. Aclaro, no la dejé por borracha. No, ella me dejó a mi, vaya uno a saber por que. Es que viene a mamarse al bar. Y, la nena, chupa de lo lindo. Faso. Un par de secas, que sentaron bien. Estoy en la fase que, lo breve, doblemente bueno. Nada "extraño": Música, billetes, cambio, camareras, gente, mujeres, música, tetas, cerveza, fernet, billetes, cambio, camareras, cerveza, cerveza, clientes, música... Y tortas, y gatos, como lo sugiere el título. Y tres. Tal es la variedad de gatos, como recetas de tortas. Y tantos tipos de torta, como las razas de gatos. Tortas de fiestas, gatos de fiestas, fiesta de gatos, y tortas de fiesta. Y en mi casa hay tres...gatos. Nunca fiesta. Pero, hay una torta. Juro que lo único que hay al abrir la heladera, es un torta. Otra mas, casualidad, la tercera del día.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Escándalo en San Juan: Maestra hizo baile del caño en mástil de escuela

SAN JUAN.- Una docente de 34 años que se desempeña en una escuela de Divisadero, en esta provincia, podría ser sancionada por las autoridades por haber hecho el “baile del caño” en el mástil del colegio, durante los festejos por el Día del Estudiante. Según contaron los estudiantes y las propias autoridades del colegio, la docente realizó el baile tomándose del mástil del colegio, ante “la mirada de asombro de varios chicos y algunas maestras” que estaban presentes, de acuerdo con lo señalado en la edición de ayer por el diario El Zonda de esta provincia. También se señaló que en ese momento, los gritos y la música a muy alto volumen despertaron la atención de la directora del establecimiento, quien de acuerdo con lo señalado desde el Ministerio de Educación, se encontraba a pocos metros de allí, en su despacho. Cuando la directora salió al pequeño patio de la escuela se encontró con la escena aplaudida por varios jóvenes. (!!!) La docente involucrada en este episodio es soltera (!!!), y de acuerdo con lo señalado por las autoridades ministeriales, tendría un “leve problema psicológico”, por el que anteriormente se le había otorgado una licencia por enfermedad.

domingo, 16 de septiembre de 2007

martes, 11 de septiembre de 2007

LSD

Posología

Las propiedades farmacológicas de la LSD lindan con lo pasmoso. Una mota apenas visible produce lo que el psiquiatra W. A. Stoll definió como «experiencia de inimaginable intensidad». La dosis activa mínima en humanos es inferior a 0,001 miligramos por kilo de peso. La dosis letal no se ha alcanzado. Sabemos, sin embargo, que el margen de seguridad alzcanza por lo menos valores de 1 a 650, y que probablemente se extiende bastante más allá, cosa sin remoto paralelo en todo el campo psicofarmacológico. El factor de tolerancia no existe, pues quien pretenda mantener sus efectos con dosis sucesivas se hace totalmente insensible en una decena de días, incluso usando cantidades gigantescas. La metabolización acontece también en un tiempo récord (dos horas), comparada con la de cualquier otro compuesto psicoactivo; las constantes vitales no se ven prácticamente afectadas.

Para una persona que pese entre 50 y 70 kilos, una dosis de 0,02 miligramos (20 gammas o millonésimas de gramo) produce ya una notable estimulación y claridad de ideas, aunque no modificaciones sensoriales. La dosis estándar es de 0,10 miligramos (100 gammas), y prolonga su acción entre 6 y 8 horas, desplegando ya algunos efectos visionarios. A partir de 0,30 miligramos (300 gammas) comienzan las dosis altas, que pueden prolongar su acción 10 o 12 horas.

Efectos subjetivos

Los efectos subjetivos se parecen a los de la mescalina, si bien son taodavía más puros o desprovistos de contacto con una intoxicación en general. No se siente nada corpóreo que acompañe a la ebriedad, al contrario de lo que acontece -en distintos grados- con cualquier otra droga. El pensamiento y los sentidos se potencian hasta lo inimaginable, pero no hay cosa semejante a picores, sequedad de boca, dificultades para coordinar el movimiento, rigidez muscular, lasitud física, excitación, somnolencia, etc. Frontera entre lo material y lo mental, el salto cuántico en cantidades activas representado por la LSD implica que comienza y termina con el espíritu; como sugirió el poeta H. Michaux "... el riesgo es desperdiciar el alma, y la esperanza ensanchar sus confines..."

Aunque no lleguen a ser cualitativas, hay considerables diferencias entre dosis medias y altas, superiores a las existentes entre dosis altas y muy altas. La excursión psíquica, que en dosis leves y medias es contemplada a cierta distancia, se convierte en algo envolvente y mucho más denso con cantidades superiores. Las visiones siguen siendo tales - y no alucinaciones-, ya que se conserva la memoria de estar bajo un estado inusual de conciencia, y la capacidad de recuerdo ulterior. Sin embargo, ahora arrastran a compromisos inaplazables ante uno mismo con un desnudamiento de los temores más arraigados, dentro de un trance que del principio al fin desarma por esencial veracidad. Balsámica o inquietante, la luz está ahí para quedarse, iluminando lo que siempre quisimos ver- sin conseguirlo del todo- y también lo que siempre quisimos no ver, lo pasado por alto.

Esto no quiere decir que las experiencias carezcan de un tono general más glorioso o más tenebroso, sino tan sólo que esas dimensiones nunca resultan disociables por completo. A mi jucio, las experiencias más fructíferas son aquellas donde se recorre la secuencia extática entera, tal como aparece en descripciones antiguas y modernas. Por este trance entiendo una primera fase de «vuelo» (subida es el término secularizado), que recorre paisajes asombrosos sin parar largamente en ninguno- viéndose el sujeto desde fuera y desde dentro a la vez-, seguida de una segunda fase que es en esencia lo descrito como pequeña muerte, donde el sujeto empieza temiendo volverse loco para acabar reconociendo después el temor a la propia finitud, que una vez asumido se convierte en sentimiento de profunda liberación. Es algo parecido a cambiar la piel entera, que algunos llaman hoy acceso a esferas transpersonales del ánimo.

Bajo diversas formas, he atravesado esa secuencia en cuatro o cinco ocasiones. La primera vez, hace más de dos décadas, sobrevino tras la necedad de tomar LSD para soportar mejor una velada con gente aburrida, y la última -hace pocos años- se produjo con una dosis alta del fármaco, quizá algo superior a las 1.000 gammas. La inicial selló el tránsito de juventud a primera madurez, y la última marcó una aceptación del otoño vital. En realidad, fueron trances tan duros que no percibí entonces su aspecto positivo o liberador; sólo en experiencias ulteriores, de maravillosa plenitud, comprendí que con el recorrido por lo temible había pagado de alguna manera mis deudas, al menos en medida bastante como para acceder sin hipoteca a estados de altura.

Si tuviera que matizar la diferencia entre LSD y otros visionarios de gran potencia, diría que ninguno es más radiante, más nítido y directo en el acceso a profundidades del sentido. Eso mismo le presta una cualidad implacable o despiadada, que no se aviene al fraude y ni tan siquiera a formas suaves de hipocresía, apto tan sólo para quienes buscan lo verdadero a cualquier precio. Y diría también que para ellos guarda satisfacciones inefables. La amistad, el amor carnal, la reflexión, el contacto con la naturaleza, la creatividad del espíritu, pueden abrirse en universos apenas presentidos, infinitos por sí mismos. Como dijo Plutarco, tras iniciarse en los Misterios de Eleusis: «Uno es recibido en regiones y praderas puras, con las voces, las danzas, la majestad de las formas y los sonidos sagrados».

Principales usos

A fin de decidir sobre usos sensatos e insensatos, lo primero es tener presente que «las formas y los sonidos sagrados» -según el mismo Plutarco- vienen luego (o antes) del «estremecimiento y el espanto». Si la LSD consistiera solamente en tener delante de los ojos bonitos juegos calidoscópicos, viendo cómo los colores se convierten en sonidos y viceversa, gozaría sin duda de gran aceptación como pasatiempo físicamente inocuo. Pero los cambios sensoriales se ven acompañados de una profundización descomunal en el ánimo, que empieza borrando del mapa cualquier servidumbre con respecto a pasatiempos. Se trata, pues, de televisores que no requieren aparato, y de grandiosos cuadros que no requieren luz para ser contemplados; pero no de visiones que se muevan oprimiendo el botón de canales, o que no comprometan radicalmente en un viaje de autodescubrimiento.

Llamativo resulta que ese viaje de autodescubrimiento lleve pronto o tarde a la crisis del yo inmediato, haciendo que el sí mismo se amplíe a regiones antes desocupadas, y abandone otras consideraciones como patria original. Precisamente esta capacidad de reorganización interna determinó los principales usos médicos de la LSD mientras fue legal. Herramienta privilegiada para acceder a material reprimido u olvidado, la sustancia se usó con «éxito» -según psiquiatras y psicólogos- en unos 35.000 historiales de personas con distintos trastornos de personalidad, sin que los casos de empeoramiento o tentativa de suicidio superasen los márgenes medios observados con cualquier otra psicoterapia. También se observaron sorprendentes efectos en el tratamiento de agonizantes, pues el 75 por 100 de los enfermos terminales a quienes se administró pidió repetir, y el personal hospitalario pudo detectar grandes mejoras en cuanto a llanto, gritos y horas de sueño se refiere; de hecho, resultó mucho más eficaz para aliviar sus últimos días que varios narcóticos sintéticos usados como término de comparación.

A mi juicio, no hay duda alguna de que la LSD tiene un potencial introspectivo quizá inigualable, y que posee usos estrictamente médicos de gran interés. Como penúltima cuestión resta saber hasta qué punto es también una droga para festejar, en reuniones que excedan el marco de grupos muy restringidos.

Al revés de lo que sucede con casi cualquier droga, la dosis leve de LSD no es más segura o recomendable que la media, e incluso que la alta. Dosis leves seguirán prolongando su efecto durante seis o siete horas, y sugiriendo una excursión psíquica profunda, pero ponen al viajero en la tesitura de quien debe auparse para mirar al otro lado de un muro, en vez de sentarle sobre el muro mismo, con todo el horizonte a su disposición. Tener que auparse suscita a veces desasosiego, así como vacilación entre lo rutinario y lo extraordinario, pensando que el viaje ha concluido antes de tiempo, o no va a acontecer. Estos inconvenientes no los padece quien va sobrado de dosis, porque el caudal de sensaciones y emociones le sugiere digerir por dentro sus descubrimientos. Si dosis leves producen una estimulación psiquedélica, dosis medias y altas convierten ese estoy-no estoy en una realidad psiquedélica, que tiene sus propios antídotos para las dudas.

Me parece un buen ejemplo de infradosis con LSD el de una mujer joven y grande, que tomó 100 gammas en una playa, para pasar allí la noche con un grupo de amigos. Inquieta, en parte por la persistencia de lo habitual, horas después decidió volver a su casa, sola, y puso en marcha una cadena de peligrosos disparates. Condujo 20 retorcidos kilómetros, asaltada de cuando en cuando por distorsiones perceptivas, comprendió que seguía viajando, fue a una discoteca -donde se sintió aún más sola- y tras varias peripecias (entre ellas una violación fustrada) acabó saludando la salida del sol con lágrimas de arrepentimiento. Empleando una dosis de 200 gammas no habría pensado siquiera en coger el coche.

BIBLIOGRAFÍA

ESCOHOTADO, A. Historia General de las Drogas. Pág. 1333-1342. Ed. Espasa, 2005

*Nota: Quien sea inteligente sabrá ver la relación entre este y el post anterior...

sábado, 8 de septiembre de 2007

Este espacio es, verdaderamente, para mi....

No quiero mirar más, a atras. No me hace bien. Quiero avanzar, o me enseñaste el bien, de tu manjar. O me olvidé, otra vez, de como es que hay, que hacer para pensar, o ¡ como mierda hay que hacer... para olvidar "aquello que nunca fué", pero fue tan real....
Te amo tanto, puta. Soy tan poco sin vos, que me odio y vos sos tanto, tanto sin mi... que me odio.